¿Qué clase de peces somos?
Me siento un pez. Un pez confinado. El vidrio de la ventana es el límite al cual me enfrento cada día, sabiendo que es inamovible. Con la nariz contra el vidrio observo a los demás peces, que como yo, están nadando en su propio aislamiento. En vez de departamentos veo peceras apiladas. Un silencio opresivo nos mantiene en un formol de pánico. ¿Y si me contagio?
En esta metáfora de peces, el aislamiento es el agua, que comenzó límpida y pura al comienzo de la cuarentena y ahora no es más que un caldo turbio y maloliente que no se soporta. Así fue como en los primeros días con el agua cristalina nos sentíamos llenos de energía. Nadábamos de un una punta a la otra de nuestra pecera: ordenando, cocinando y limpiando a fondo nuestro hogar. Sin embargo, algo pasó en esta quietud, en este encierro forzoso que en algunos días nos vio flotar y nadar lo minino en el centro de la pecera. Ya no hay novedad ni asombro y los días se clonan sin importar si son un martes o un sábado.
La monotonía con su efecto catalizador potenció la parálisis y sin saber como se nos pasó el tiempo, nos encontramos en el mes de mayo, en la misma pecera, pero que ahora es turbia y que si no limpiamos el  verdín pegajoso del vidrio nos quedamos ocultos bajo un manto de mugre.
El ciclo vicioso se repite día tras día. La escasez de movimiento parece drenar la poca energía que nos queda. La misma sensación de ahogo  que nos acorrala en cuatro paredes. La libertad parece un sueño lejano, utópico.
Hoy, me pregunto qué clase de peces somos: los apacibles, los que se someten a al contexto y nos adaptamos a una nueva realidad sin contacto o  si en algún momento seremos como aquellos peces suicidas que saltan sin razón de sus acuarios y mueren asfixiados en la intemperie.

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