París
Tengo
con París un relación que no tengo con ningún otro lugar del mundo. Es difícil
de explicar, pero roza más lo mágico y fantasioso y no lo racional. El viaje fue un regalo. Un regalo de tiempo y
de disfrute que fue inigualable. Nada de planes ni itinerarios esta vez. Solo
disfrutar de París. Me gusta caminar y no hay como caminar en París, por las
calles angostas, curvas interminables que desembocan en plazas escondidas, con
faroles de época y algún bar con las puertas abiertas, con música de fondo que
invite a sentarse y disfrutar de un momento que puede ser eterno.
Quedó registrado cada segundo que viví allá. El pasto húmedo de Champs de Mars, el sabor de vino blanco en mis labios, el olor a especies en la pattiseries, el café en vaso de vidrio alto con espuma a punto de rebalsar. Podría cerrar los ojos y volver a vivir todo de nuevo sin perderme un segundo. La alegría de llegar a la ciudad en la parada del subte en St. Michel. La palabra volveré fija en mi mente cuando me alejaba de la ciudad, como si me estuviera despidiendo de una persona.
París
son momentos, son recuerdos nítidos y finitos que se acumulan, uno tras otro,
cada caminata, cada saludo, cada línea escrita, cada canción, cada sonrisa,
cada luz que se enciende en la ciudad.
La
estatua que atraviesa la pared de aquel personaje famoso de cuento que queda
sin su poder mágico de traspasar paredes y queda inmortalizado a la vista de
todos. Imposible aburrirse, siempre hay leyendas y secretos por descubrir que
ya o importan si son ciertos, tienen ese aire melancólico que le da el encanto
único a Paris.
Absorbí
el viaje a mi ritmo, poco a poco, como una esponja que retiene cada gota para sí. Poco a poco disfrutaré de los
recuerdos, hasta que la esponja se seque y deberé volver a París.
Comentarios
Publicar un comentario